Muchos
turistas llegan a los bosques tropicales de la Amazonia con la esperanza de
contemplar y capturar algunas instantáneas de la fauna local. Después de todo,
es la mayor reserva de biosfera del mundo. Su sorpresa llega cuando ponen un
pie en la selva y los animales ya están a 4 kilómetros. Y la tarjeta de la
cámara vacía. Para ellos, ha nacido una turbia industria: la de zoológicos y
pseudo-ecoparques donde flashear a gusto.
Estas instalaciones se encuentran en las cercanías de Iquitos (capital de la Amazonia peruana) y están llenas de animalejos salvajes. Se articulan a través de una confusa red de instalaciones turísticas tales como serpentarios, mariposarios o zoológicos. Algunos, es cierto, son auténticos oasis para animales en riesgo; otros son auténticos ‘atrapaturistas’ que utilizan a unos animales escuchimizados como reclamo.
Moradores de limbo
En
el tejido selvático de la Amazonia, los límites entre el ancestral mundo de la
selva y el nuevo; el pavimentado en vida
industrial se desdibujan. Y ambos mundos tienden a intercalarse. Los más
perjudicados por esta situación suele ser la fauna local. Monos que corretean
entre timbas de cartas, manatíes que suplican vehemencia en albercas sucias. O
anacondas, empleadas como reclamo de marketing, son solo muestras pequeñas de
la mercantilización de los animales en el mundo amazónico.
Los grandes y esquivos jaguares son la
pieza más codiciada para atraer a turistas.
Pero,
ellos son sólo la punta del iceberg. Unos pasos más abajo, hay toda una
industria que se dedica a rentabilizar la imagen delos animales silvestres.
Desde el ajado Huayarín, un delfín rosado del zoológico de Quistococha, hasta la
tristeza de los jaguares enjaulados para asombrar a los turistas, hay un mundo
de jaulas destinadas a ser carne de flash. Aunque, en esta corriente convulsa
hay excepciones: proyectos como el CREA, que se dedica a salvar a los manatíes
de la extinción. Es uno de tantos.
Vida entre rejas
Algún
día deberá producirse el debate de si es lícito (y por ende legal) que
mantengamos a otras especies en jaulas sólo por el placer de verlos. Esa es la
dura realidad que afrontan miles de animales cada día en el trapecio amazónico,
donde son recluidos en centros turísticos, opacos centros de recuperación,
zoológicos; o directamente, en galerías de jaulas para su exportación a los
zoos del mundo.
Huayarín, el delfín que fue ‘adoptado’ y
nunca consiguió recuperar la libertad.
Se
calcula que alrededor del 95% de las especies comercializadas en América
provienen de la Amazonia. Los reptiles, por ejemplo, son una de las mascotas
más populares; en los últimos diez años, su demanda ha crecido de manera
espectacular. Forman parte de un segundo mundo presidiario para los animales.
Uno más sutil: el de las cárceles de alambre en las que mantenemos a aves
exóticas, pequeños reptiles y otros animalejos para deleitarnos admirando su
belleza.
La selva de 8 mm
Todo
el mundo desea adentrarse (aunque sea un poco) en la selva y contemplar la
belleza insólita de alguna criatura salvaje. Sus formas ancestrales. Sus vivos
colores. Pero, para muchos, también es un reto social: el del ansiado Selfie, los likes en las redes sociales…
Esa presión ha generado una demanda de avistamiento de fauna, que se garantiza
con recorridos a contrarreloj por zoológicos de pueblo, opacos centros de
recuperación o comunidades indígenas.
La línea entre centros de recuperación y
pequeños zoológicos es muy fina.
La
foto lo discrimina todo; y en muchas ocasiones, sólo podremos ver la silueta
del animal, que volverá a ser enjaulado tras la sesión fotográfica. El humano
tras la lente, sin embargo, podrá tirarse el “rollo” al más puro estilo Indiana
Jones. Y comentar en su mundo las “maravillas amazónicas”. Son los dos reversos
de la explotación selvática. El primero, sólo quiere hacerse con un pedazo
visual de la selva, y el segundo lo hace por una recompensa (que probablemente
necesite para sobrevivir).
De la jaula a la libertad
Afortunadamente,
en el mundo del turismo amazónico también hay espacio para iniciativas que
buscan proteger y cuidar el medioambiente. Proyectos como el CREA (Centro de
Rescate Amazónico) que se centra en recuperar al amenazadíssimo manatí. O
el proyecto de la isla de los monos: un área de protección donde hasta 8
especies de simios son cuidadas para que proliferen en un mundo que los ha
puesto contra el barranco de la extinción. Son ejemplos de que el turismo puede
ser sostenible.
El CREA intenta recoge y rehabilita
manatíes que eran utilizados como mascotas.
Otro
ejemplo carismático es el llamado “bosque de los bonies”: un área forestal de protección
regida por los niños de una comunidad indígena del río Marañon. Ellos se
encargan de cuidar y proteger su bosque de los madereros ilegales. Y de
concienciar a los turistas sobre las diversas especies y aplicaciones de las
plantas y árboles locales. Son guardianes de su bosque. En su pequeño y perdido
pueblo de la selva, reconstruyen el vínculo que mantuvo unido al hombre con la
naturaleza por miles de años.
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