Lo que más me chocó fue el silencio. Esa clase de silencio que hay en los sitios donde nadie quiere ir. Esa era la atmósfera del tren nocturno Varsovia-Kiev en un heladora noche de marzo. Y esa era la empresa del segundo pasajero de mi vagón: era mimo. De Chile. Que junto a un misterioso moldavo y yo, era toda la población del vagón cama de segunda clase, al atravesar la frontera ucraniana. Su mudo trabajo: ''hacer visible, lo invisible'', me ayudó a comprender donde me estaba metiendo. El tren se escondía furtivamente del sol mientras atravesaba un licantrópico bosque de abedules; cuando entré en mi compartimento del expreso a Kiev, y me encontré una figura inmóvil mirándome. No se movía ni un ápice. Parecía de piedra. Pasaron un par de segundos hasta que sus músculos se avivaron y me dedicó una sonrisa. Tras las presentaciones de rigor (en inglés), llegaron inesperadas carcajadas: ambos éramos latinos y ninguno de los dos tenía clara la situación e
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