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Las hienas del paraíso

El paraíso amazónico también ‘cayó’ por el uso indebido de un árbol. En esta ocasión, la mano que mecía la cuna fue la misma que perforó el secreto. Y esta vez no fue una historia sexista, sino una masacre tremenda, derivada de la pura avaricia. Hablamos de la tragedia que rodeó la explotación del árbol gomero de la Amazonia durante el siglo XIX y principios del XX. Una masacre callada y olvidada por el mundo. 



La resina del Hevea Brasilensis (un árbol oriundo de los ríos amazónicos) se convertía, a partir de 1840, en parte de la llamarada industrializadora. Era la materia prima para fabricar ruedas de coche, pelotas, artículos impermeables. O incluso la suela de las botas. Pero tras su manufactura, se escondía una estructura genocida que avanzaba torturando y asesinando a los nativos, cuyas familias eran secuestras como garantía. 


La gran máquina tragavidas
La gran máquina cauchera cotizaba en los limpios parqués de Londres, Madrid o Milán, pero se teñía de sangre al llegar a los ríos Amazonas, Ucayali o Putumayo. Allí, había dos maneras mayoritarias de conseguir la mano de obra: comprar un ser humano por 500 soles el alma (menos de 200 euros actuales); o organizar correrías a la selva para secuestrarlos. En ambos casos, el nativo y su familia eran esclavizados de por vida. 


El inmenso Amazonas fue registrado al milímetro en busca de almas para alimentar a la gran máquina del caucho. 

A los hombres los enviaban a las caucherías; verdadero centro de terror en lo profundo de la selva donde se les presionaba con torturas para aumentar la producción. Sus mujeres trabajaban de sol a sol en la casa del patrón, obligadas a satisfacer las demandas sexuales del jefe o de sus hijos. Ambos eran esclavizados mediante la creación de un contrato falso (por deudas que no tenían) y que heredarían sus hijos, también esclavizados. 

Opera en la selva
Occidente giraba al ritmo centrípeto de la recién inventada cámara pneumática; y gracias a ello, de la noche a la mañana, la selva se empedraba en óperas alemanas. Se levantaban suntuosas mansiones o bulliciosos cafés en centros urbanos como Iquitos o Manaos, que hasta hace poco no pasaban de asentamientos ribereños. El lujo no era gratuito. Alguien estaba pagando por ello en el silencio frenético de la selva: decenas de miles de nativos eran esclavizados y obligados a trabajar a latigazos hasta su muerte.


 La riqueza del caucho puso en la mente de los occidentales extrañas y bizarras metas.

"La población indígena del Putumayo (río amazónico) era de 50.000 individuos antes de la explotación cauchera. Cinco años después, se afirma que no había más de 8.000 indios". Así, narra el periodista, Roger Ruthmill, en su Reportaje a la Amazonia, la masacre producida por la más poderosa cauchería del Perú, la Peruvian Amazon Rubber Company. Una máquina de hacer dinero cuya sombra arrasaba la vida a su paso por las riberas. 

Esclavitud bordada en finos paños
El sistema de trabajo se diseñaba con la pericia de los blancos e impolutos trajes que llegaban desde Londres o Milán. La esclavitud se basaba en la deuda. Se otorgaban artículos a las comunidades indígenas (sobrevalorados, claro). Y se hacia firmar a los nativos un contrato incomprensible para ellos. Ese era su final: inmediatamente después, los caucheros reclamaban el pago de la deuda. Los indígenas no funcionaban con dinero; así que eran forzados a ir a la selva para pagar con trabajo su 'deuda'.


   Las familias de los indígenas eran secuestradas para presionar a los hombres.

Una vez allí, el sistema daba otra vuelta: se les facturaba todo el material necesario para hacer su trabajo y vivir en la selva. Al cabo de poco, la deuda era tan grande que no sólo abarcaba la vida del trabajador, sino la de sus futuros hijos. El circulo estaba cerrado. Cuando este sistema dejó de funcionar (los nativos ya no aceptaban los regalos de entrada) los caucheros optaron por secuestrarlos directamente y llevarlos al corazón de los bosques fluviales. Fuera de los ojos de la ley y del mundo.

La ley del Winchester
Las caucherías proliferaron al márgen de la sociedad: en lo profundo de ese vasto mar verde que llaman Amazonas. Una selva empedrada en cadáveres donde la moral permanecía sumergida en sus meandros. Allí, la única ley era la del rifle Winchester. "He aquí como celebramos la pascua", dijo el capataz matarife de la Peruvian Amazon Rubber Company, "e inmediatamente abrió fuego contra un grupo de indios". Así, narraba Rumhill la crueldad de un lugar donde imperaba la ley del látigo y la bala. 


    La esclavitud no se acabó con el 'imperio del caucho', sino que se hizo más discreta.

Paradójicamente, la ley del Winchester en la selva y las óperas en la metrópolis se apagaron abruptamente; de un día para otro en 1915. Los ingleses habían extraído semillas de contrabando de árboles caucheros a finales del siglo XX y los cultivaban en sitios más accesibles como Malasia o Singapur. Así, petaron el mercado. Y con él, la vida en las metrópolis selváticas, que se convirtieron en mausoleos llenos de fantasmas de la selva y de mansiones abandonadas. Cuyas ruinas todavía se retuercen al paso de la brisa del río.

Otras duros recuerdos del pasado: 

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