La memoria de un pueblo es
una acuarela que se diluye en el altar del tiempo. No para Victor Churay,
pintor de los boras, quien creía que
podría inmortalizar el destino de su maltratada tribu. Para ello, persiguió
siempre al único color que el bosque le negaba: el azul. Con el que, sin
embargo, acabaría fundiéndose en su temprana muerte a orillas del mar.
Churay (a.k.a selvático Ivá
Wajmallu, “pluma de guacamayo”) era el pincel de la tribu amazónica de los
boras. Un muchacho que aprendió a pintar en lienzos de Llanchama (árbol
amazónico) con tintes naturales, extraídos de semillas o frutos, para vendérselos
a los turistas. Y que acabó convirtiéndose en el famoso cronista gráfico de su
maltratada tribu.
En
busca del azul
Victor buscaba
incesantemente al pigmento azul en la selva; no ese azul grisáceo que se
obtiene del árbol huito, sino un azul
vivo, para poder cristalizar sus viajes
de Ayahuasca. Era su obsesión. El vinculo que le devolvía a la selva, desde una
Lima donde empezaba a triunfar. En los bosques cercanos a Peevas, su padre, cacique en Pucaurquillo, le
esperaba para seguir con la búsqueda.
El
tremendo colorido de sus pinturas selváticas exigía un azul vivo y natural.
Ambos, viajaban a las
profundidades de los bosques fluviales a la búsqueda de alguna raíz, tallo o
insecto que diera esa tonalidad de color. Victor sentía que, sin ella, su obra
nunca estaría completa. Que su memoria gráfica sobre la suerte de su pueblo, la
naturaleza o los mitos amazónicos, nunca estarían terminados. Era la llave para
mejorar su obra.
Los
ríos de asfalto
Victor consiguió cambiar los
ríos amazónicos por las culebreantes calles limeñas gracias a la pintura. Con
doce años, ya manejaba los pinceles de tallo de Piri-Piri, o los tradicionales
pigmentos de achiate, pijuallo, leche de caspi o los guisardos. Con lo que
ganaba haciendo sus dibujos sobre la corteza del Llanchama podía permitirse ir
a estudiar. Y seguir creciendo.
Victor
empezó de manera autodidacta y
desarrolló un gran estilo.
Casi diez años después, en
1996, aterrizaba en Lima; con su equipo lleno de un trabajo fresco y maduro que
representaba la cosmología de su pueblo, los bora. Pero, que también hacía
referencia a la historia de otras tribus como los ocaina o los huitotos. Y su
huida conjunta del Putumayo colombiano, en 1937, durante la guerra entre Perú y su
vecino tricolor. Así como, las masacres y penurias que tuvieron que afrontar durante la época de la explotación cauchera.
Vuelta
a los colores
Tras cinco años en el
enloquecido concreto limeño, Victor volvía a casa para plasmar su búsqueda en
el documental En busca del azul. Debajo del brazo, un televisor. El primero que
se veía en esta comunidad cercana a Peevas y a 10 horas de Iquitos. En el
tintero, un espacio para el azul de la selva, que esperaba encontrar en las
excursiones con su padre.
Nunca encontró el azul, pero abrió las puertas del color para artistas amazónicos
de la talla de Remeber Yahuarcani.
Esa sería la última vez que
pisara la selva. Meses después, lo encontrarían las gaviotas en el fondo de un
acantilado limeño. Tenía 29 años y el mundo por conquistar. Había sido
asesinado: su cara estaba marcada por brutales golpes. Paradójicamente,
descansaba cerca del azul que tanto quiso conquistar y que nunca pudo hallar.
El mar le daba su último abrazo.
El
embrujo de la selva
El verdadero motivo de la
muerte de Victor Churay nunca llego a descubrirse. Algunos dicen que lo
asesinaron por su activa participación en las luchas estudiantiles contra el fujimorismo.
Otros que fue a causa de su vida bohemia y licenciosa. Pocos creen que fuera a
causa de un robo perpetrado con violencia. Su crimen permanece envuelto en el
misterio.
La búsqueda del azul fue siempre su vínculo de vuelta al hogar
Hay quien dice que encontró
el secreto del azul en la selva; y que por eso, lo asesinó un pintor rival, Francisco
Grippa. En su Puicaurquillo natal, un pueblo lastrado por el alcoholismo más
amargo, algunos se aventuran a comentar que fue la venganza del azul. Que lo atrajo hasta él,
para matarlo momentos antes de que pudiera atraparlo. Probablemente, nadie
sabrá nunca la respuesta.
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