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El Jazz del jaguar

La noche trae un halo fresco a la quebrada donde estoy agazapado. El aire húmedo se cuela entre las majestuosas raíces áreas de los pongos, trayéndome la promesa de una presa. Por fin una comida. Yo era el rey de la selva, el jaguar. “El que mata de un solo golpe”; así me reverenciaba la gente. Ahora, siento como mis costillas luchan por escaparse de mi piel. La luna ilumina un claro en el bosque completamente vacío. La oportunidad se ha esfumado. Es hora de largarse. Es hora de colocarse para olvidar que ya no soy el cazador, sino el cazado.





Me vuelvo a adentrar en el bosque. Por el camino, la selva me devuelve el guiño en forma de cientos de miradas fosforescentes, que reflejan la luz dorada del cosmos. Pongo ruta tierra a dentro. Muy adentro. Donde la selva se llena de promontorios y depresiones. Donde puedo encontrar las lianas que mi padre me enseño a rascar para ampliar mi mirada. La selva está cambiando, cada vez más rápido, y para entenderla necesito volver a verla con los ojos de los espíritus.

Las garras de la noche

Desgarro el tejido de la oscuridad con mi carrera a través de ramas, troncos y lianas. Cuanto más me alejo de las estrellas que han nacido en las veras del río, más se parece al mundo que recuerdo. Huelo a sangre. Los jabalíes remueven la tierra concienzudamente a mis espaldas; he visto un venado de reojo. La selva exuda vida. Una pareja de parlanchines guacamayos me miran absortos desde las alturas. Es raro: hace tiempo que no veo a una de esas pesadas cotorras.


El mundo se vuelve a abrir tras el filo de mi pelaje negro. Como me gusta esa vieja sensación. Sin embargo, todo está cambiando y debo descubrir el porqué del fin de mi mundo. Me dirijo al gran altar sagrado:un pedestal, pintando con extraños motivos, que mi especie lleva adorando desde hace siglos. Quizás allí, pueda encontrar la respuesta a la gran pregunta:¿Cómo puedo salvar a mí mundo de la desaparición que parece cernirse sobre él?

La cueva de los espíritus
Oculto entre los helechos, diviso mi destino: la cueva de los espíritus. Una extensa galería que se abre tras una incisión en una pared cuasi vertical. Allí, crecen las plantas que necesito para encontrar respuestas. Pero, para mí sorpresa, el oscuro (y casi impenetrable) bosque que le precedía, ha desaparecido. En su lugar, veo un gran número de cabañas dispuestas en círculos y un gran cartel que reza: “Comunidad pájaro celeste, tierra de la liana cósmica”. Un rubor de extrañeza se cuela entre mis bigotes: estos nuevos moradores parecen más suculentos y farcidos; su piel es más clara.



Parecen ebrios de liana a pesar de que todavía es de día. ¿Quiénes serán estos insensatos? Cuando estoy a punto de abalanzarme sobre uno de ellos, que decora una iguana con flores, recuerdo mi propósito. Y sigo, adelante, adelante, adelante; hasta la pequeña apertura por la que durante generaciones hemos entrado a estas cuevas sagradas. Una vez allí, bajo la cabeza y agudizo el oído: el sonido del agua, al correr, me mostrará el camino.  

El mundo de las raíces
Tras agachar los colmillos en señal de respeto, entro en una bóveda gigantesca llena de vegetación. Desde una apertura en el techo, que ilumina y da vida a este mundo en miniatura, caen ramales de lianas enrollándose entre sí. Son la mitad de lo que busco. Me levanto en un pequeño tronco bañado por el sol matinal; cuando, de repente, la madera parece cobrar vida. Y comienza a enrollarse sobre mí. “Maldición”, pienso para mis adentros; “Este es el hogar de una Yacumama”.



La gigantesca serpiente, del tamaño de un árbol, comienza a constreñir mi cuerpo. Una vértebra. Dos. Tres. Su abrazo es insoportable. De repente, la presión de la anaconda gigante, que me mantenía erguido en el aire, desaparece. Y me encuentro, cara a cara, con una mujer (o lo que parece serlo), que domina a la serpiente con una sola mirada. Su cuerpo, está totalmente cubierto de musgo y sus ojos emiten un destello que no he visto en ninguna otra criatura.  

El río de la vida
De la extraña mujer que dominaba a la Yacumama, sólo puedo entrever el verde centelleante de sus ojos. El resto permanece cubierto de musgo y unos jirones; de lo que antes, fue ropa. De alguna manera, inserta un pensamiento en mí cabeza: “Sígueme”. Camino a la par con ella, por un extraño pasadizo que desciende hasta el corazón de la montaña. Tras descender durante horas, llegamos a lo que parece una ribera subterránea; cerca de la cual hay un pedestal con un pequeño pedestal. Es lo que estaba buscando: el altar donde mis antepasados aprendieron la receta de la Ayahuasca.


Las formas de ese pequeño monumento son simples: una pequeña plataforma de piedra pulida, en la base de la cual hay una diminuta flor blanca. Una pequeña Chacruna. Apenas me he acercado a ella, cuando empiezo a escuchar el sonido   rítmico de un canto chamánico, un Ícaro. Acompasadamente a las oscilaciones de sus tonalidades, la pequeña flor se va deshojando, pétalo a pétalo. Para caer, después en un pequeño caldero, que la mujer-musgo sostiene entre sus manos.

La mujer-jaguar
A medida que tomo el brebaje que ha preparado en un pequeño cuenco muy caliente, la música parece acrecentarse y los colores difuminarse. Primero, miro el río: se ha convertido en una corriente en la que los rostros de mujeres, peces, hombres y serpientes están entrelazados en un solo flujo. Después, miro a la chamana: sus ojos son ahora amarillos como los míos y su piel está tomando mi color negro. Giro los ojos y siento que caigo por dentro.


Sobrevuelo las montañas y planeo entre los grandes árboles de la selva; remonto los ríos y veo como un veneno negruzco se extiende por ellos. Siento la tierra, la madera y las plantas siendo horadadas por unas cuchillas metálicas. Y entonces, tengo la visión de un gran río, que los junta a todos, escurriéndose por un agujero que se ha creado en el cielo. Por él, se escurre toda la vida de mis bosques, dejando un páramo completamente desértico. Con una sola muestra de vida: una pequeña flor de hojas blancas parada en medio de un gran desierto.

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